¿Qué cosas puedes pensar sin necesidad de recurrir al lenguaje, es decir, sin que sea preciso que “aparezcan” palabras en tu mente?
¿Crees que de ese modo (es decir, sin lenguaje) es posible elaborar planes de acción y transmitirlos a los congéneres?
La verdad es que este es un ejercicio bastante complicado. Me resulta difícil encontrar algo en lo que pensar que no requiera de palabras, como no sean sentimientos o sensaciones. Incluso en estos casos, cuando vas más allá de la pura sensación física o anímica, en el momento que quieres valorar lo que estás experimentando, creo que ya aparecen las palabras: si es una sensación ligera o fuerte, si será puntual o duradera, si es banal o preocupante, etc.
Y a la hora de comunicárselo a los demás, únicamente las sensaciones físicas o anímicas comunes que todos experimentamos, y esto dentro un contexto determinado, como dolor de tripas después de comer algo o tristeza después de la pérdida de algo o alguien, pueden ser expresadas sin palabras. Si la sensación o el sentimiento es más complejo, veo difícil poder transmitírselo a los demás.
Para poder responder a la segunda pregunta, por un lado, he intentado ponerme en la situación de un grupo de antepasados nuestros, del género Homo, que todavía no tuvieran un lenguaje hablado y que tuvieran que planificar una estrategia de caza. Y por otro lado, analizando la forma de cazar de las manadas de lobos o leones en la actualidad.
En un primer momento, me parece complicado ser capaz de organizar una estrategia sin poseer un mínimo de pensamiento simbólico, de forma que puedas «colocar» a los participantes en la caza en diferentes situaciones y prever qué va a pasar en cada una de ellas, para después decidir cómo actuar en cada momento. Pero eso creo que supondría asignar a los depredadores actuales ese pensamiento simbólico, y puede ser que no sea más que un aprendizaje por imitación y acumulación de experiencias. Si esto es así, creo que sí sería posible elaborar planes y transmitirlos a los congéneres sin lenguaje, pero planes sencillos y con poca variedad de situaciones diferentes.
La evolución biológica hace que las especies varíen o a lo largo del tiempo, por un lado, como consecuencia de las diferencias genéticas entre una generación y la siguiente, y por otro, por las capacidades que esas variantes genéticas dan a cada generación para adaptarse al medio que le circunda. Los mejor adaptados tienen más posibilidades de sobrevivir y, por tanto, de transmitir sus genes a sus descendientes. Algunas especies, además, como complemento a esa adaptación biológica, cuentan con culturas simples, por ejemplo, la utilización de palos y piedras como herramientas.
Simplificando en gran medida todo el proceso, podemos decir que ese fue el caso también de los primeros homínidos que vivían en África hace entre 4 y 6 millones de años. Un cambio climático que hizo que la selva fuera sustituida por la sabana favoreció la aparición del bipedismo, una adaptación que permitía tener una mejor visión del entorno y liberaba las manos para diferentes usos. Así, en los Australopithecus (hace 2-4 m.a.) los brazos se acortan, la columna y piernas se verticalizan, la cadera se ensancha, el cráneo crece en altura y la cara se reduce.
La posibilidad de utilizar las manos abre todo un abanico de posibilidades, que van desde el transporte de objetos hasta su manipulación y transformación. Pero el desempeño de esas funciones requiere el desarrollo paralelo de una serie de habilidades cognitivas, que permita al individuo hacer pruebas, memorizar, prever, planificar, etc. Además, siendo una especie social, también debe ser capaz de comunicarse con el resto de individuos de su comunidad: tiene que entender a los demás y hacerse entender, intentar saber qué es lo que están pensando sus congéneres y prever lo que van a hacer, etc.
A medida de que sus habilidades físicas y cognitivas van evolucionando, también lo hacen sus hábitos de vida. El uso de herramientas y armas le permite ahora alimentarse de carroña o cazar; esto aumenta su suministro de proteínas y de energía, lo que, a su vez, permite a su cerebro crecer y seguir mejorando sus capacidades cognitivas. Esta tendencia evolutiva se ve acrecentada con el uso del fuego, que evita contraer enfermedades y facilita la digestión: de la misma cantidad de comida se extrae más alimento y se gasta menos energía en su digestión. Todo ello, permite acortar el aparato digestivo y dedicar a otras funciones los recursos empleados en su mantenimiento.
De esta forma se genera una retroalimentación: las características biológicas permiten la aparición de ciertas funciones; estas funciones suponen una mejora en su adaptación al medio y favorecen que esas características, no solo se hereden, sino que sigan evolucionando en una determinada dirección. Además, en el caso del genero Homo, a una gran capacidad de aprendizaje y de memorización hay que añadir la capacidad de transmitir el conocimiento. Esto permite, por un lado, el traspaso de conocimiento entre grupos diferentes, con el enriquecimiento mutuo que ello supone; por otro lado, también permite que el conocimiento pase de una generación a otra, con el consiguiente efecto acumulativo.
Esta retroalimentación hace que, con el tiempo, las relaciones entre los homínidos sean cada vez más complejas, y requieran el desarrollo de habilidades cognitivas de mayor nivel, lo que, a su vez, requiere la aparición de nuevas adaptaciones morfológicas y fisiológicas. Por tanto, en el caso de la especie humana, en su evolución han intervenido, además de los factores biológicos que afectan al resto de especies, los factores culturales.
Los ácidos nucleicos estás formados por la combinación de cuatro bases nitrogenadas. En el ADN estas bases son adenina (A), timina (T), citosina (C) y guanina (G); en el ARN la timina es sustituida por uracilo (U). Estas bases se pueden emparejar mediante enlaces de hidrógeno de la siguiente manera: A-T y C-G, lo que permite emparejar dos hebras de ADN y, de esa forma, crear la molécula de doble hélice de ADN; cuando la unión se realiza entre una hebra de ADN y otra de ARN, las bases que se emparejan son C-G y A-U.
Por tanto, la estructura de cada molécula de ácidos nucleico se puede describir como una hebra formadas por una secuencia determinada de bases nitrogenadas. Un ejemplo de una secuencia de ADN podría ser: TACAATCTCGTACTG; en el caso del ARN podría ser: AUGUUAGACCAUGAC. El código genético consiste en que cada grupo de tres bases de la molécula de ARN, llamado codón, determina un aminoácido concreto a la hora de sintetizar la proteína correspondiente.
Características del código genético
Son posibles 64 codones, muchos más que aminoácidos (20), por lo que cada aminoácido puede estar codificado por más de un codón.
Algunos codones no codifican ningún aminoácido, sino que marcan el final del proceso de traducción.
El codón AUG codifica el aminoácido metionina y es la señal para que comience el proceso de traducción.
El código genético es universal, es decir, aparece en casi todos los seres vivos, sean procariotas o eucariotas, unicelulares o pluricelulares. Esto indica que todos los seres vivos tenemos un antepasado común que ya utilizaba este código, y que ha ido pasando de generación en generación desde hace miles de millones de años.
El clima de la Tierra está gobernado por varios factores, siendo los más importantes: la insolación o cantidad de radiación que nos llega, los gases invernaderos y, por último, el albedo, que es la fracción de la radiación que se refleja y se devuelve al espacio exterior. En opinión de los científicos, las variaciones en la insolación son las responsables de los cambios climáticos ocurridos en los últimos cientos de miles de años, incluidas las glaciaciones. A su vez, estas variaciones pueden ser consecuencia del bamboleo que sufre la órbita de la Tierra a lo largo de miles de años.
Estos cambios periódicos en la órbita de la Tierra son conocidos como los Ciclos de Milankovitch, por ser el científico serbio Milutin Milankovitch el primero en relacionar los cambios en la órbita con los cambios en el clima. Hay tres tipos de variaciones en la órbita de la Tierra:
Excentricidad (Forma de la órbita). La órbita terrestre no es circular sino ligeramente elíptica, por lo que la distancia de la Tierra al Sol varía a lo largo del año. Esto hace que la cantidad de insolación también varíe, aunque en un porcentaje muy pequeño. Pero esta excentricidad no es fija sino que en periodos de 100.000 y 400.000 años pasa de ser casi circular a ser una suave elipse.
Inclinación axial (Oblicuidad). En la actualidad el eje de la Tierra gira alrededor del Sol con una inclinación de 23,5 grados. Esto da lugar a que a lo largo del año los hemisferios se turnen en inclinarse hacia el Sol o en alejarse de él, dando lugar a las estaciones. Esta inclinación también cambia con el tiempo, oscilando entre 22,1 y 24,5 grados. A mayor ángulo, mayores diferencias entre las temperaturas de verano e invierno. El periodo entre la mínima y la máxima inclinación, y volver a la mínima, es de 41.000 años. En este momento se encuentra en un punto intermedio y dentro de 20.000 años alcanzará el punto de menor inclinación.
3. Precesión axial. La dirección del eje de rotación también varía con respecto a las estrellas a lo largo del tiempo, de forma similar a como lo hace una peonza. En un ciclo de 20.000 años, el polo norte pasa de apuntar hacia la estrella polar, como en la actualidad, a apuntar hacia la estrella Vega. Esto hace que varíe el momento en que suceden las estaciones con respecto a la distancia al Sol. De NASA, Mysid – Vectorized by Mysid in Inkscape after a NASA Earth Observatory image in Milutin Milankovitch Precession., Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3993432
Ver referencia (1) en Bibliografía
Como vemos, estos tres ciclos tienen periodos diferentes, y han dado lugar a cambios climáticos que han quedado registrados en los sedimentos y en el hielo. Por ejemplo, el periodo de excentricidad de 100.000 años ha determinado el ritmo de las glaciaciones. Los geólogos también han encontrado evidencias de estos ciclos en rocas de cientos de millones de años.
En cuanto a la forma en que estos ciclos afectan al clima, el hecho es que no tienen mucho impacto en la insolación total que recibe la Tierra. En realidad lo que varía son los momentos en que cada parte de la Tierra recibe más o menos insolación; además, los efectos de los ciclos pueden sumarse o neutralizarse, aumentando o disminuyendo las variaciones en la insolación.
Efecto de la Luna sobre el clima
Hemos visto que el clima de la Tierra está influido por los cambios que nuestro planeta experimenta en su desplazamiento por el espacio. Pero a nivel astronómico hay unos cuantos factores más que le afectan de forma directa. Sin duda, uno es la actividad solar, ya que de ella depende la cantidad de energía que nos llega. Sin embargo, lo que no está tan claro es la influencia de la Luna en el clima.
La órbita de la Luna presenta unas variaciones similares a las que acabamos de ver de la Tierra: excentricidad variable, ángulo con respecto a la eclíptica variable, etc., y, por tanto, también varía la distancia a la Tierra. Sin embargo, su efecto sobre el tiempo atmosférico o el clima es muy débil. Lo mismo ocurre con la radiación solar reflejada por la superficie lunar. El único mecanismo por el que sí que parece que influye la Luna en el clima es modificando las corrientes oceánicas que redistribuyen el calor de unas zonas a otras del planeta, a través de la modulación de las mareas. En la práctica resulta muy difícil distinguir entre anomalías en la emisión de calor solar, la influencia de las mareas lunares y otros efectos (2).
De hecho, sí hay algunos estudios recientes (3) que sugieren la posibilidad de que la Luna tenga efectos directos en el aumento de precipitaciones. En momentos determinados, cuando aumenta la atracción gravitatoria de la Luna, provoca un aumento de presión atmosférica, lo que, a su vez, eleva la temperatura, y como el aire húmedo es capaz de acumular más agua, aumenta la probabilidad de lluvia. Pero son variaciones imperceptibles, que únicamente pueden ser útiles en predicciones a largo plazo, donde al coincidir varios factores, se pueden dar fenómenos meteorológicos extremos.
¡Hola! ¿Qué tal? Mi nombre es Burni, y soy un protón que forma parte de un átomo de hierro desde hace muchos, muchos, muchos años… ¿Sabías que el núcleo del átomo de hierro es el más estable de todos los núcleos atómicos? Quizás por eso me han pedido que os cuente mi vida, porque, gracias a que vivo dentro de un átomo de hierro, he sido testigo de una parte importante de la historia del Universo y de toda la historia de la Tierra.
Os preguntaréis de dónde viene mi nombre: supongo que algunos ya os lo imagináis, el resto lo descubriréis más adelante. Intentaré no aburriros, pero es difícil resumir miles de millones de años en una entrada de blog. ¡Allá vamos!
Empezaré con unas nociones de química, para los que este tema os pille un poco lejos. Debéis saber que no soy el único protón en el núcleo del hierro, ¡qué va!, hay otros 25 más como yo. No me aburro con ellos, pero esto sería muy monótono si no fuera porque aquí también hay una buena cuadrilla de neutrones: nada menos que 30. Son majos, pero un poco pasotas, cuesta mucho motivarles. Los que sí sabéis un poco de química, con estos datos habéis podido deducir cuál es el número atómico del hierro: Z=26, o sea, el número de protones; y también el peso atómico del hierro: A=56, que es la suma de lo que pesamos los protones y neutrones juntos. Sin embargo, si miráis en la tabla de elementos, veréis que aparece Ar=55,845, raro, ¿no? Es la abundancia relativa: la mayoría de los núcleos de hierro tenemos 30 neutrones (91,75%), pero también los hay con 28 (5,85%), con 31 (2,12%), incluso algunos pocos con 32 (0,28%). A estos núcleos de hierro diferentes nos conocen como los “isótopos estables del hierro”. ¿A que suena importante?
De NASA, Ryan Kaldari, adaptation to Spanish: Luis Fernández García, wiping WMAP: Basquetteur – File:Evolución Universo WMAP.jpg, File:CMB Timeline300 no WMAP.jpg, Original version: NASA, CC0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=43171784
Me resulta difícil explicar mi vida anterior a formar parte de este núcleo de hierro, como protón libre primero, y luego, junto con un electrón, formando un átomo de hidrógeno. Al principio todo estaba oscuro y muy caliente, y era todo muy caótico: protones, neutrones y electrones, todos juntos, mezclados, chocándonos y rebotando… Con ese panorama, no resulta raro que algunos protones acabaran formando parejas. En definitiva, ¡una locura! Pero poco a poco, la temperatura iba descendiendo y las partículas estábamos cada vez más separadas unas de otras. Así, llegó un momento en que cada partícula podía controlar sus movimientos, y los protones nos dimos cuenta de que estábamos más tranquilos cuando un electrón se ponía a dar vueltas a nuestro alrededor: nos resultaba relajante. A las parejas de dos electrones les pasaba lo mismo con una pareja de electrones. De esta manera, casi todos los protones formábamos parte de átomos de hidrógeno o de helio. Además, fue un momento muy hermoso: la energía que nos rodeaba cuando estábamos sumergidos en el caos se liberó de golpe en forma de fotones, es decir, como radiación electromagnética. Y, claro, como una parte de esa radiación es visible, pudimos ver dónde estábamos. Resumiendo, se hizo la luz.
Tras superar un nacimiento tan convulso, el periodo que vino después fue reparador. Pude viajar por el universo durante un tiempo, y encontrarme con muchos átomos de hidrógeno como yo, y también con algunos átomos de helio. Aunque también es cierto que había partes del universo en que, prácticamente, no había nadie. Un día, de repente, llegué a una zona llena de átomos como yo, y empecé a sentir una fuerza que me atraía hacia un punto luminoso. El empuje cada vez era mayor, y todos los átomos de hidrógeno nos dirigíamos, girando cada vez más rápido y sin poder evitarlo, hacia ese punto. La temperatura empezó a elevarse rápidamente y, cuando estaba a punto de chocar con el punto luminoso, perdí el conocimiento. No sé lo que pasó después, pero cuando me desperté, estaba unido a otro protón, formando un núcleo de helio.
Concepción artística del nacimiento de una estrella dentro de una densa nube molecular.
No fui el único protón al que le pasó esto: Por lo que me comentaron, al juntarnos tantos protones, empezamos a chocarnos unos con otros y se generó una situación tan caótica (a mí me recordaba a mi nacimiento) que llegamos a formar una enorme bola de fuego, o lo que es lo mismo, una estrella. Ahí pasé atrapado una buena temporada, dando vueltas y chocando sin parar con protones y con núcleos de helio como yo. Pero cada vez había más helio y menos hidrógeno, y los núcleos de helio, como pesamos más, nos íbamos concentrando en el núcleo de la estrella, cada vez más apretados y cada vez más calientes, mientras que los hidrógenos seguían chocando en la superficie de la estrella. Estos procesos se retroalimentaban el uno al otro, hasta que llegó un momento, cuando la temperatura alcanzó los 100.000.000ºK, en el que los núcleos de helio empezamos a fusionarnos, dando lugar a núcleos de carbono. Pero la locura no acabó ahí: esta fusión liberó más energía, lo que produjo, otra vez, un aumento de la temperatura y de la presión, con la consiguiente expansión de la estrella. Este fenómeno cambió, de repente, la situación: el rápido aumento del tamaño de la estrella hizo que la energía generada en el proceso se repartiera en mucho más espacio y, como consecuencia, la temperatura bajó drásticamente. Como consecuencia de todo ello, el aspecto de la estrella había cambiado espectacularmente en unos cuantos millones de años: se había convertido en una gigante roja, con un tamaño tan grande como la distancia Tierra-Sol.
Me imagino que os habréis dado cuenta de que todavía no hemos llegado ni a la mitad de la historia: el núcleo de carbono tiene 6 protones y 6 neutrones, lejos de los 26 y 30 del hierro que os he comentado antes.
El caso es que la sensación de vértigo no solo no paró, sino que aumentó: ahora estaba dentro de una montaña rusa gigante y roja. Los núcleos de carbono nos acumulamos en el centro de la estrella, nos fusionamos y nos convertimos en núcleos de neón (Z=10, A=20); los neones nos fusionamos y nos transformamos en oxígenos (Z=8, A=16); con la fusión de estos nos metamorfoseamos en silicios (Z=14, A=28); y, finalmente, la fusión de los silicios nos convirtió en núcleos de un metal: el níquel (Z=28, A=58). ¡Buf, agotador! Pero ¡espera! ¡Nos hemos pasado! ¿No habíamos dicho que el hierro era Z=26, A=56? Aquí sobran dos protones… Tranquilos, nos falta el último paso. En esas condiciones el níquel es inestable y se desintegra siguiendo la famosa E=mc2. Dos de los veintiocho protones se convirtieron en radiactividad que se perdió en el espacio, y así surgió el núcleo de hierro del que formo parte desde entonces. La estrella había seguido creciendo y ahora era ¡una supergigante roja!
Evolución estelar de estrellas de baja masa (ciclo izquierdo) y alta masa (ciclo derecho), con ejemplos en cursiva. De cmglee, NASA Goddard Space Flight Center – Star life cycles red dwarf.jpg, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=39174476
En ese momento pensé que, siendo un isótopo estable de hierro, una nueva vida plena de estabilidad aparecería ante mí, después de una juventud tan alocada… Pero todavía no había llegado el momento de disfrutar de tan ansiada situación.
Mi nueva naturaleza, tan diferente de los otros núcleos atómicos, interfería en los procesos de fusión, y, encima, con mi tamaño, todos los demás estaban continuamente chocando conmigo. Esta situación era insostenible, y, en unos pocos miles de años, los numerosos núcleos de hidrógeno que todavía quedaban en la superficie de la estrella acabaron saliendo despedidos hacia el espacio. Por otro lado, los choques de los otros núcleos contra nosotros, los núcleos de hierro, hacía que algunos de mis congéneres acabaran desintegrándose, transformándose en energía o con sus neutrones yendo a formar parte de núcleos más pesados que el hierro. Cada vez había núcleos más y más pesados, incluso creo que llegué a ver alguno de oro (Z=79, A=179). En ese momento me asusté, porque no quería acabar disuelto en forma de energía, ni, en el mejor de los casos, volver a ser un sencillo protón… ¡No! No quería volver a pasar por todo eso.
Pero, finalmente, tuve suerte. Esa situación no duró mucho. Después de ni sé cuantos miles de millones de años dando vueltas en el interior de una estrella, con diferentes naturalezas, la estrella acabó desintegrándose y enviándonos a todos los núcleos que formábamos parte de su materia a viajar por el espacio profundo. Esta forma de explosión de una estrella se conoce como supernova. Para mí fue un descanso, por fin había alcanzado la situación de tranquilidad y estabilidad que ansiaba desde hacía tanto tiempo. Durante varios millones de años pude disfrutar de viajar por el espacio en compañía de otros elementos químicos, no solo de átomos de hidrógeno y helio como la primera vez.
En la esquina superior izquierda podemos ver la supergigante roja Betelgeuse, en la constelación de Orion. Esta estrella se encuentra al final de su ciclo vital y parece ser que no tardará en convertirse en supernova.
Pero todo tiene un final, y esa tranquilidad también terminó. De repente, me encontré en una situación conocida: un lejano punto luminoso que me atraía hacia él. ¡No podía ser verdad! ¡Otra vez no! ¡Otra vez esa sensación!
Por suerte, esta vez fue diferente: antes de alcanzar el punto luminoso, entré, casi sin darme cuenta, en una gran mezcla de diferentes tipos de átomos, aunque la mayoría eran hierro y níquel. Esta nube de elementos pesados daba vueltas alrededor de una estrella amarilla, mucho más pequeña que la que yo había conocido. Los elementos que formábamos la nube cada vez estábamos más cerca los unos de los otros, y, con el tiempo, acabamos concentrándonos en una pequeña bola caliente. Tan caliente que, al principio, su superficie se mantenía liquida. Esta pelota giraba tranquilamente alrededor de la estrella, mientras poco a poco se iba enfriando. Pero ya hemos visto que la tranquilidad en el espacio no dura mucho, apenas un puñado de millones de años, cuando, de repente, otra pelota más pequeña apareció de no sé dónde y chocó con nosotros. ¡Bueno! ¡La que se lió! Con el calor producido por la colisión, las dos pelotas se fundieron y rebotaron como bolas de billar, y una gran cantidad de materia de ambas acabó perdida en el espacio. Ahí perdí muchos amigos que había hecho en el viaje. Afortunadamente, poco a poco la cosa se fue calmando, la temperatura en ambas fue disminuyendo, la bola pequeña acabó girando alrededor de la grande, y ambas alrededor de la estrella. Varios miles de millones de años más tarde los seres humanos les pusisteis nombre: a la estrella, Sol; a la bola grande donde vivís, Tierra; y a la pequeña, Luna.
Con el tiempo, la Tierra se fue enfriando y la corteza exterior se solidificó. En ese proceso, al ser un elemento bastante pesado, en un primer momento acabé en el interior del núcleo terrestre. Debido a la presión de toda la materia que teníamos encima, la temperatura se mantenía lo suficientemente alta como para mantener el núcleo de la Tierra líquido y en movimiento. En esas condiciones, de vez en cuando, chorros de esa materia líquida, el magma, se colaban entre las grietas de las capas sólidas, y, en ocasiones, alcanzaban la superficie. Eso es, precisamente, lo que me pasó a mí: un chorro de magma, en el que me vi atrapado con un montón de congéneres, llegó hasta el exterior del planeta y, con el descenso de la temperatura, el chorro se solidificó y dio lugar a un filón de varios kilómetros de profundidad, principalmente formado por átomos de hierro como yo.
Yo me encontraba en el extremo exterior del filón, y pude comprobar los espectaculares cambios que había experimentado el planeta desde su formación. La superficie era irregular y una gran parte estaba cubierta de agua líquida, lo que era una novedad para mí: yo solo había conocido el agua en forma de hielo, en los cometas que de vez en cuando me cruzaba antes de llegar a la Tierra. Y donde no había agua había una mezcla de gases: nitrógeno y oxígeno, principalmente. Aún hoy no sé por qué, pero todos los átomos de hierro sentimos debilidad por los átomos de oxígeno. De hecho, otro átomo de hierro y yo acabamos liados con tres átomos de oxígeno, dando lugar al mineral conocido como hematita (Fe2O3). Fue divertido… mientras duró. Porque, en la Tierra como en el espacio exterior, todo tiene un principio y un final, solo que en la Tierra el tiempo va mucho más rápido.
Con el ataque continuado del agua líquida, al final muchas moléculas de hematita acabamos separados del resto del filón, arrastrados por la corriente y perdiendo varios electrones por el camino… Así era difícil mantenerse unidos, y acabamos separándonos, cada átomo por su lado. Lo que vino a continuación fue tan rápido que me cuesta recordarlo. De repente me encontré dentro de un ser que vivía en el agua, en el mar, pero sin darme tiempo a ubicarme, pasé a estar dentro de una estructura redonda que circulaba dentro de otro ser, y que nos utilizaba a los átomos de hierro para transportar parejas de oxígenos a su interior y sacar al exterior tríos formados por dos átomos de oxígeno y uno de carbono. ¡Increíble! Pero esto duró muy poco. De repente, toda esta actividad cesó. No sé por qué, pero todo el movimiento que había dentro de esa criatura se detuvo. En poco tiempo, se desintegró todo su cuerpo excepto sus partes más duras, que acabaron en el fondo del mar, y yo, libre otra vez, pude volver a formar parte de una molécula de hematita disuelta en agua de mar.
Trozo de caliza con restos de animales marinos
Durante ese tiempo, navegando sin rumbo, me di cuenta de que, con el tiempo, los restos de esos seres se iban acumulando en el fondo del mar, endureciéndose y formando unas rocas llamadas calizas. De vez en cuando, unas fuertes sacudidas rompían esas rocas y las movían, llegando incluso, a sacarlas fuera del mar. Se producían grietas entre las que se colaba el agua, y, con ellas, las sales de hierro como yo. La roca caliza está formada por carbonato cálcico (CaCO3), y yo no sé qué pasó, pero en cuanto nos chocamos con una molécula de esas, de repente, acabamos todos los átomos intercambiados, y yo me encontré pegado a un carbonato, formando parte del mineral conocido como siderita (FeCO3).
Así pasé una temporada de descanso, hasta que hace aproximadamente 50 millones de años, otras sacudidas pusieron todas estas rocas patas arriba y yo me encontré, de repente, a más de 400 metros sobre el nivel del mar y, de nuevo, a la intemperie. Y claro, estando expuesto de nuevo a los gases del aire y al agua, sabía que mi situación no iba a tardar en cambiar rápidamente. Poco a poco la siderita se fue descomponiendo, los carbonatos se separaron de los átomos de hierro, y nosotros volvimos a unirnos con quien pudimos, formando diferentes sales de hierro. En mi caso, volví a formar otra molécula de hematita. Eso sí, todos estos minerales de hierro acabamos agrupados formando filones cerca de la superficie.
Estando en esa situación, hace unos 2.000 años, unos seres humanos empezaron a romper estos filones y a llevarse grandes trozos de mineral. No fue mi caso, ya que el acceso a donde yo me encontraba era bastante dificultoso. En ese momento no lo sabía, pero luego me enteré de que del mineral extraían el hierro para hacer herramientas, ya que le podían dar la forma que querían y, además, era muy resistente. En aquel sitio, a algunas herramientas de hierro les llamaban “burnia”; a mí me gustó como sonaba la palabra, y decidí adaptarla para usarla como nombre.
Desde entonces, los humanos siguieron extrayendo mineral de hierro de esa zona, pero a mí no me sacaron del filón hasta hace unos 100 años. Y la verdad es que fueron bastante brutos. Vi como hicieron unos agujeros con una barra metálica en el filón, luego metieron unos cartuchos, y una explosión tremenda hizo añicos una buena parte del filón.
Lo que vino después se resume rápido: me fundieron, me juntaron con otros átomos de hierro y luego nos mezclaron con carbono; así formé parte de un barco que recorrió el mundo hasta hace unos 50 años.
Entonces el barco fue desguazado y me hicieron formar parte de una de las piezas de la sonda Voyager I. ¡Lo que es la vida! Resulta que, después de 4.500 millones de años, ahora estoy haciendo el camino de vuelta. Por cierto, ¡cómo ha cambiado el Sistema Solar! Ahora todos los planetas y sus satélites orbitan de forma ordenada alrededor del Sol. Lanzamiento de la Voyager 1.
Esto es todo de momento, y, como os había avisado, no es poco. Ya estoy fuera de vuestro vecindario, hablando en términos espaciales, y me cuesta distinguir el Sol entre las demás estrellas. No sé si lo que me voy a encontrar es algo que ya he experimentado antes o me dirijo a vivir nuevas aventuras. Ya os contaré. Un abrazo y ¡hasta la vista!
Un punto azul pálido (Pale Blue Dot). Puede observarse la Tierra como un punto de luz situado en la parte central de la imagen. La fotografía fue tomada por el Voyager 1 en febrero de 1990 a una distancia de seis mil millones de kilómetros de la Tierra.
Captadas por primera vez luz y ondas gravitacionales de una explosión estelar: Dentro de la Teoría General de la Relatividad, Einstein predijo que la colisión de dos cuerpos masivos provocaría la emisión de ondas gravitacionales, las cuales deformarían el espacio-tiempo. En la actualidad, la tecnología es capaz de detectar estos fenómenos deducidos por Einstein, y, de esa forma, comprobar que tenía razón.
Así eran las semillas de los cuerpos sólidos del sistema solar: A medida que las sondas espaciales van recogiendo datos y muestras, junto con las observaciones que se pueden hacer desde la Tierra, se mejora el conocimiento del Universo, en este caso, del Sistema Solar.
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