La evolución biológica hace que las especies varíen o a lo largo del tiempo, por un lado, como consecuencia de las diferencias genéticas entre una generación y la siguiente, y por otro, por las capacidades que esas variantes genéticas dan a cada generación para adaptarse al medio que le circunda. Los mejor adaptados tienen más posibilidades de sobrevivir y, por tanto, de transmitir sus genes a sus descendientes. Algunas especies, además, como complemento a esa adaptación biológica, cuentan con culturas simples, por ejemplo, la utilización de palos y piedras como herramientas.
Simplificando en gran medida todo el proceso, podemos decir que ese fue el caso también de los primeros homínidos que vivían en África hace entre 4 y 6 millones de años. Un cambio climático que hizo que la selva fuera sustituida por la sabana favoreció la aparición del bipedismo, una adaptación que permitía tener una mejor visión del entorno y liberaba las manos para diferentes usos. Así, en los Australopithecus (hace 2-4 m.a.) los brazos se acortan, la columna y piernas se verticalizan, la cadera se ensancha, el cráneo crece en altura y la cara se reduce.

La posibilidad de utilizar las manos abre todo un abanico de posibilidades, que van desde el transporte de objetos hasta su manipulación y transformación. Pero el desempeño de esas funciones requiere el desarrollo paralelo de una serie de habilidades cognitivas, que permita al individuo hacer pruebas, memorizar, prever, planificar, etc. Además, siendo una especie social, también debe ser capaz de comunicarse con el resto de individuos de su comunidad: tiene que entender a los demás y hacerse entender, intentar saber qué es lo que están pensando sus congéneres y prever lo que van a hacer, etc.

A medida de que sus habilidades físicas y cognitivas van evolucionando, también lo hacen sus hábitos de vida. El uso de herramientas y armas le permite ahora alimentarse de carroña o cazar; esto aumenta su suministro de proteínas y de energía, lo que, a su vez, permite a su cerebro crecer y seguir mejorando sus capacidades cognitivas. Esta tendencia evolutiva se ve acrecentada con el uso del fuego, que evita contraer enfermedades y facilita la digestión: de la misma cantidad de comida se extrae más alimento y se gasta menos energía en su digestión. Todo ello, permite acortar el aparato digestivo y dedicar a otras funciones los recursos empleados en su mantenimiento.

De esta forma se genera una retroalimentación: las características biológicas permiten la aparición de ciertas funciones; estas funciones suponen una mejora en su adaptación al medio y favorecen que esas características, no solo se hereden, sino que sigan evolucionando en una determinada dirección. Además, en el caso del genero Homo, a una gran capacidad de aprendizaje y de memorización hay que añadir la capacidad de transmitir el conocimiento. Esto permite, por un lado, el traspaso de conocimiento entre grupos diferentes, con el enriquecimiento mutuo que ello supone; por otro lado, también permite que el conocimiento pase de una generación a otra, con el consiguiente efecto acumulativo.
Esta retroalimentación hace que, con el tiempo, las relaciones entre los homínidos sean cada vez más complejas, y requieran el desarrollo de habilidades cognitivas de mayor nivel, lo que, a su vez, requiere la aparición de nuevas adaptaciones morfológicas y fisiológicas. Por tanto, en el caso de la especie humana, en su evolución han intervenido, además de los factores biológicos que afectan al resto de especies, los factores culturales.

Bibliografía
- Museo de la Evolución Humana
- Bruner, E. 2012: “La evolución cerebral de los homínidos”, Orígenes del pensamiento – Investigación y Ciencia nº 425.
- Laland, K. 2018: “La evolución de nuestra excepcionalidad”, Humanos- Investigación y Ciencia nº 506.
- Sherwood, C.C. 2018: “¿En qué se distingue nuestro cerebro?”. Humanos – Investigación y Ciencia nº 506.
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