Publicado en El Universo a grandes rasgos

Ejercicio 4. Qué entiendo yo de cosmología

La cosmología es la rama de la astronomía que intenta, por un lado, explicar cómo nació el Universo, y, por otro, describir todos aquellos elementos y fenómenos del Universo que todavía desconocemos o no entendemos bien. Aunque en los últimos doscientos años se han dado avances espectaculares en ambos campos, como pasa en todas las disciplinas científicas, cuanto más conocemos, más conscientes somos de cuánto ignoramos.

Hasta finales del siglo XIX la astronomía utilizaba como herramienta principal las matemáticas y la física clásicas de Galileo, Newton, Kepler y compañía, para describir los movimientos y las características de los cuerpos celestes vistos por el telescopio. Pero en ese momento, el desarrollo científico-tecnológico permitió el uso de nuevas técnicas y nuevos desarrollos teóricos como la física cuántica y la relatividad, lo que abrió un nuevo abanico de posibilidades para esta ciencia que amplió enormemente la visión que se tenía del Universo hasta entonces.

El telescopio Leviatán de Parsonstown (1869) De Internet Archive Book Images – https://www.flickr.com/photos/internetarchivebookimages/14778071311/Source book page: https://archive.org/stream/laverreriedepuis00sauz/laverreriedepuis00sauz#page/n293/mode/1up, No restrictions, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=42100020

De esa manera, pasito a pasito, durante el siglo XX se fue estructurando el relato sobre cómo nació el Universo y como ha ido evolucionando hasta el momento actual. En la actualidad se considera que el inicio a partir de una gran explosión, el Big Bang, no solo dio lugar a la materia y la energía tal y como la conocemos, sino que también fue el origen del espacio y el tiempo, además de otros tipos de materia y energía, las oscuras, que intuimos pero todavía no hemos sido capaces de detectar, a pesar de ser, por lo que parece, más abundantes que las convencionales.

Y aquí es donde empiezan los problemas de comprensión de la teoría: antes del Big Bang no había ni tiempo ni espacio, algo que para seres materiales y finitos en el tiempo y en el espacio como nosotros, resulta difícil de asimilar. Aunque creo que tampoco es algo nuevo: los problemas metafísicos y existenciales son tan antiguos como el ser humano, solo ha cambiado la forma de afrontarlos. Tampoco las interpretaciones mitológicas, mágicas o religiosas han conseguido explicar con detalle todos los fenómenos físicos observados y, al final, deben echar mano de una fe basada en la creencia de ciertos principios establecidos en tiempos remotos por uno o varios profetas, por la tradición y las costumbres de una cultura, o porque «siempre se ha hecho así».

Y ese tipo de explicaciones no siempre eran sencillas o intuitivas. Por ejemplo, en la cosmogonía islámica según la entendía el astrónomo persa del siglo XIII Zakariya al-Qazwini, la Tierra se considera plana y está rodeada por una serie de montañas, entre ellas el Monte Qaf, que la mantienen en su lugar como clavijas; la tierra está sostenida por un buey que se encuentra sobre Bahamut, un monstruo marino (pez gigantesco o ballena) que mora en un océano cósmico; el océano está dentro de un tazón que se sienta sobre un ángel o jinn. La diferencia es que las explicaciones dadas por la ciencia se basan en observaciones comprobadas y no aseveran nada que no pueda demostrarse; hay una clara separación entre evidencias y especulaciones.

Entender las bases sobre las que se sustenta la cosmología actual resulta muy complicado para los que no somos especialistas en ese campo, y dependemos de que algunos de esos especialistas sean a la vez buenos divulgadores, como Neil deGrasse Tyson, para poder hacernos un «croquis» mental de cómo es el Universo, cómo nació y cuál puede ser su destino. By NASA/Bill Ingalls – https://www.flickr.com/photos/nasahqphoto/3806476522, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=30276758

Los últimos años se han hecho avances espectaculares en el entendimiento del Universo. La información aportada durante 30 años por el telescopio Hubble que, gracias a estar fuera de la atmósfera, ha llegado donde nunca antes lo habían hecho los telescopios terrestres, ha vuelto ha ensanchar los límites del Universo de la misma forma que lo hicieron 100 años antes los avances que he comentado al principio. Y, con seguridad, el uso de las ondas gravitatorias como nueva fuente de información, junto a las imágenes que proporcione el sustituto del Hubble, el Telescopio Espacial James Webb (100 veces más potente), supondrán otro salto adelante en esa dirección.

Estoy seguro de que todos esos avances nos ayudarán a entender mejor dónde vivimos pero no van a aclararnos si existe un Creador o un Plan divino, entre otras cosas porque es imposible demostrar lo que no existe; la discusión, probablemente, seguirá mientras exista el ser humano, tal y como recoge este artículo Qué es la «tetera de Russell», uno de los argumentos más usados en las discusiones entre ateos y creyentes.

Mientras tanto, yo me quedo con el «Dios innecesario» de Stephen Hawking.

Dr. Stephen Hawking, a professor of mathematics at the University of Cambridge, delivers a speech entitled «Why we should go into space» during a lecture that is part of a series honoring NASA’s 50th Anniversary, Monday, April 21, 2008, at George Washington University’s Morton Auditorium in Washington. Photo Credit: (NASA/Paul. E. Alers)

Publicado en Historia de la Tierra y de la vida

T 2.1 Redacción de relato:

La vida de un protón en un átomo de hierro.

¡Hola! ¿Qué tal? Mi nombre es Burni, y soy un protón que forma parte de un átomo de hierro desde hace muchos, muchos, muchos años… ¿Sabías que el núcleo del átomo de hierro es el más estable de todos los núcleos atómicos? Quizás por eso me han pedido que os cuente mi vida, porque, gracias a que vivo dentro de un átomo de hierro, he sido testigo de una parte importante de la historia del Universo y de toda la historia de la Tierra.

Os preguntaréis de dónde viene mi nombre: supongo que algunos ya os lo imagináis, el resto lo descubriréis más adelante. Intentaré no aburriros, pero es difícil resumir miles de millones de años en una entrada de blog. ¡Allá vamos!

De Attribution: 2012rcEdit (Translation to Spanish) by The Photographer – File:Periodic_table_large-es.svg, CC BY 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=68732033

Empezaré con unas nociones de química, para los que este tema os pille un poco lejos. Debéis saber que no soy el único protón en el núcleo del hierro, ¡qué va!, hay otros 25 más como yo. No me aburro con ellos, pero esto sería muy monótono si no fuera porque aquí también hay una buena cuadrilla de neutrones: nada menos que 30. Son majos, pero un poco pasotas, cuesta mucho motivarles. Los que sí sabéis un poco de química, con estos datos habéis podido deducir cuál es el número atómico del hierro: Z=26, o sea, el número de protones; y también el peso atómico del hierro: A=56, que es la suma de lo que pesamos los protones y neutrones juntos. Sin embargo, si miráis en la tabla de elementos, veréis que aparece Ar=55,845, raro, ¿no? Es la abundancia relativa: la mayoría de los núcleos de hierro tenemos 30 neutrones (91,75%), pero también los hay con 28 (5,85%), con 31 (2,12%), incluso algunos pocos con 32 (0,28%). A estos núcleos de hierro diferentes nos conocen como los “isótopos estables del hierro”. ¿A que suena importante?

De NASA, Ryan Kaldari, adaptation to Spanish: Luis Fernández García, wiping WMAP: Basquetteur – File:Evolución Universo WMAP.jpg, File:CMB Timeline300 no WMAP.jpg, Original version: NASA, CC0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=43171784

Me resulta difícil explicar mi vida anterior a formar parte de este núcleo de hierro, como protón libre primero, y luego, junto con un electrón, formando un átomo de hidrógeno. Al principio todo estaba oscuro y muy caliente, y era todo muy caótico: protones, neutrones y electrones, todos juntos, mezclados, chocándonos y rebotando… Con ese panorama, no resulta raro que algunos protones acabaran formando parejas. En definitiva, ¡una locura! Pero poco a poco, la temperatura iba descendiendo y las partículas estábamos cada vez más separadas unas de otras. Así, llegó un momento en que cada partícula podía controlar sus movimientos, y los protones nos dimos cuenta de que estábamos más tranquilos cuando un electrón se ponía a dar vueltas a nuestro alrededor: nos resultaba relajante. A las parejas de dos electrones les pasaba lo mismo con una pareja de electrones. De esta manera, casi todos los protones formábamos parte de átomos de hidrógeno o de helio. Además, fue un momento muy hermoso: la energía que nos rodeaba cuando estábamos sumergidos en el caos se liberó de golpe en forma de fotones, es decir, como radiación electromagnética. Y, claro, como una parte de esa radiación es visible, pudimos ver dónde estábamos. Resumiendo, se hizo la luz.

Una región de formación estelar en la Gran Nube de Magallanes.

Tras superar un nacimiento tan convulso, el periodo que vino después fue reparador. Pude viajar por el universo durante un tiempo, y encontrarme con muchos átomos de hidrógeno como yo, y también con algunos átomos de helio. Aunque también es cierto que había partes del universo en que, prácticamente, no había nadie. Un día, de repente, llegué a una zona llena de átomos como yo, y empecé a sentir una fuerza que me atraía hacia un punto luminoso. El empuje cada vez era mayor, y todos los átomos de hidrógeno nos dirigíamos, girando cada vez más rápido y sin poder evitarlo, hacia ese punto. La temperatura empezó a elevarse rápidamente y, cuando estaba a punto de chocar con el punto luminoso, perdí el conocimiento. No sé lo que pasó después, pero cuando me desperté, estaba unido a otro protón y a dos neutrones, formando un núcleo de helio.

Concepción artística del nacimiento de una estrella dentro de una densa nube molecular.

De NASA/JPL-Caltech/R. Hurt (SSC) – Image of the day gallery, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1280919

No fui el único protón al que le pasó esto: Por lo que me comentaron, al juntarnos tantos protones, empezamos a chocarnos unos con otros y se generó una situación tan caótica (a mí me recordaba a mi nacimiento) que llegamos a formar una enorme bola de fuego, o lo que es lo mismo, una estrella. Ahí pasé atrapado una buena temporada, dando vueltas y chocando sin parar con protones y con núcleos de helio como yo. Pero cada vez había más helio y menos hidrógeno, y los núcleos de helio, como pesamos más, nos íbamos concentrando en el núcleo de la estrella, cada vez más apretados y cada vez más calientes, mientras que los hidrógenos seguían chocando en la superficie de la estrella. Estos procesos se retroalimentaban el uno al otro, hasta que llegó un momento, cuando la temperatura alcanzó los 100.000.000 K, en el que los núcleos de helio empezamos a fusionarnos, dando lugar a núcleos de carbono. Pero la locura no acabó ahí: esta fusión liberó más energía, lo que produjo, otra vez, un aumento de la temperatura y de la presión, con la consiguiente expansión de la estrella. Este fenómeno cambió, de repente, la situación: el rápido aumento del tamaño de la estrella hizo que la energía generada en el proceso se repartiera en mucho más espacio y, como consecuencia, la temperatura bajó drásticamente. Como consecuencia de todo ello, el aspecto de la estrella había cambiado espectacularmente en unos cuantos millones de años: se había convertido en una gigante roja, con un tamaño tan grande como la distancia Tierra-Sol.

Me imagino que os habréis dado cuenta de que todavía no hemos llegado ni a la mitad de la historia: el núcleo de carbono tiene 6 protones y 6 neutrones, lejos de los 26 y 30 del hierro que os he comentado antes.

El caso es que la sensación de vértigo no solo no paró, sino que aumentó: ahora estaba dentro de una montaña rusa gigante y roja. Los núcleos de carbono nos acumulamos en el centro de la estrella, nos fusionamos y nos convertimos en núcleos de neón (Z=10, A=20); los neones nos fusionamos y nos transformamos en oxígenos (Z=8, A=16); con la fusión de estos nos metamorfoseamos en silicios (Z=14, A=28); y, finalmente, la fusión de los silicios nos convirtió en núcleos de un metal: el níquel (Z=28, A=58). ¡Buf, agotador! Pero ¡espera! ¡Nos hemos pasado! ¿No habíamos dicho que el hierro era Z=26, A=56? Aquí sobran dos protones… Tranquilos, nos falta el último paso. En esas condiciones el níquel es inestable y se desintegra siguiendo la famosa E=mc2. Dos de los veintiocho protones se convirtieron en radiactividad que se perdió en el espacio, y así surgió el núcleo de hierro del que formo parte desde entonces. La estrella había seguido creciendo y ahora era ¡una supergigante roja!

Evolución estelar de estrellas de baja masa (ciclo izquierdo) y alta masa (ciclo derecho), con ejemplos en cursiva. De cmglee, NASA Goddard Space Flight Center – Star life cycles red dwarf.jpg, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=39174476

En ese momento pensé que, siendo un isótopo estable de hierro, una nueva vida plena de estabilidad aparecería ante mí, después de una juventud tan alocada… Pero todavía no había llegado el momento de disfrutar de tan ansiada situación.

Mi nueva naturaleza, tan diferente de los otros núcleos atómicos, interfería en los procesos de fusión, y, encima, con mi tamaño, todos los demás estaban continuamente chocando conmigo. Esta situación era insostenible, y, en unos pocos miles de años, los numerosos núcleos de hidrógeno que todavía quedaban en la superficie de la estrella acabaron saliendo despedidos hacia el espacio. Por otro lado, los choques de los otros núcleos contra nosotros, los núcleos de hierro, hacía que algunos de mis congéneres acabaran desintegrándose, transformándose en energía o con sus neutrones yendo a formar parte de núcleos más pesados que el hierro. Cada vez había núcleos más y más pesados, incluso creo que llegué a ver alguno de oro (Z=79, A=179). En ese momento me asusté, porque no quería acabar disuelto en forma de energía, ni, en el mejor de los casos, volver a ser un sencillo protón… ¡No! No quería volver a pasar por todo eso.

Pero, finalmente, tuve suerte. Esa situación no duró mucho. Después de ni sé cuantos miles de millones de años dando vueltas en el interior de una estrella, con diferentes naturalezas, la estrella acabó desintegrándose y enviándonos a todos los núcleos que formábamos parte de su materia a viajar por el espacio profundo. Esta forma de explosión de una estrella se conoce como supernova. Para mí fue un descanso, por fin había alcanzado la situación de tranquilidad y estabilidad que ansiaba desde hacía tanto tiempo. Durante varios millones de años pude disfrutar de viajar por el espacio en compañía de otros elementos químicos, no solo de átomos de hidrógeno y helio como la primera vez.

En la esquina superior izquierda podemos ver la supergigante roja Betelgeuse, en la constelación de Orion. Esta estrella se encuentra al final de su ciclo vital y parece ser que no tardará en convertirse en supernova.

By Rogelio Bernal Andreo – http://deepskycolors.com/astro/JPEG/RBA_Orion_HeadToToes.jpg, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=20793252

Pero todo tiene un final, y esa tranquilidad también terminó. De repente, me encontré en una situación conocida: un lejano punto luminoso que me atraía hacia él. ¡No podía ser verdad! ¡Otra vez no! ¡Otra vez esa sensación!

Por suerte, esta vez fue diferente: antes de alcanzar el punto luminoso, entré, casi sin darme cuenta, en una gran mezcla de diferentes tipos de átomos, aunque la mayoría eran hierro y níquel. Esta nube de elementos pesados daba vueltas alrededor de una estrella amarilla, mucho más pequeña que la que yo había conocido. Los elementos que formábamos la nube cada vez estábamos más cerca los unos de los otros, y, con el tiempo, acabamos concentrándonos en una pequeña bola caliente. Tan caliente que, al principio, su superficie se mantenía liquida. Esta pelota giraba tranquilamente alrededor de la estrella, mientras poco a poco se iba enfriando. Pero ya hemos visto que la tranquilidad en el espacio no dura mucho, apenas un puñado de millones de años, cuando, de repente, otra pelota más pequeña apareció de no sé dónde y chocó con nosotros. ¡Bueno! ¡La que se lio! Con el calor producido por la colisión, las dos pelotas se fundieron y rebotaron como bolas de billar, y una gran cantidad de materia de ambas acabó perdida en el espacio. Ahí perdí muchos amigos que había hecho en el viaje. Afortunadamente, poco a poco la cosa se fue calmando, la temperatura en ambas fue disminuyendo, la bola pequeña acabó girando alrededor de la grande, y ambas alrededor de la estrella. Varios miles de millones de años más tarde los seres humanos les pusisteis nombre: a la estrella, Sol; a la bola grande donde vivís, Tierra; y a la pequeña, Luna.

De NASA/JPL-Caltech – Double the Rubble, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=5202015

Con el tiempo, la Tierra se fue enfriando y la corteza exterior se solidificó. En ese proceso, al ser un elemento bastante pesado, en un primer momento acabé en el interior del núcleo terrestre. Debido a la presión de toda la materia que teníamos encima, la temperatura se mantenía lo suficientemente alta como para mantener el núcleo de la Tierra líquido y en movimiento. En esas condiciones, de vez en cuando, chorros de esa materia líquida, el magma, se colaban entre las grietas de las capas sólidas, y, en ocasiones, alcanzaban la superficie. Eso es, precisamente, lo que me pasó a mí: un chorro de magma, en el que me vi atrapado con un montón de congéneres, llegó hasta el exterior del planeta y, con el descenso de la temperatura, el chorro se solidificó y dio lugar a un filón de varios kilómetros de profundidad, principalmente formado por átomos de hierro como yo.

Yo me encontraba en el extremo exterior del filón, y pude comprobar los espectaculares cambios que había experimentado el planeta desde su formación. La superficie era irregular y una gran parte estaba cubierta de agua líquida, lo que era una novedad para mí: yo solo había conocido el agua en forma de hielo, en los cometas que de vez en cuando me cruzaba antes de llegar a la Tierra. Y donde no había agua había una mezcla de gases: nitrógeno y oxígeno, principalmente. Aún hoy no sé por qué, pero todos los átomos de hierro sentimos debilidad por los átomos de oxígeno. De hecho, otro átomo de hierro y yo acabamos liados con tres átomos de oxígeno, dando lugar al mineral conocido como hematita (Fe2O3). Fue divertido… mientras duró. Porque, en la Tierra como en el espacio exterior, todo tiene un principio y un final, solo que en la Tierra el tiempo va mucho más rápido.

Con el ataque continuado del agua líquida, al final muchas moléculas de hematita acabamos separados del resto del filón, arrastrados por la corriente y perdiendo varios electrones por el camino… Así era difícil mantenerse unidos, y acabamos separándonos, cada átomo por su lado. Lo que vino a continuación fue tan rápido que me cuesta recordarlo. De repente me encontré dentro de un ser que vivía en el agua, en el mar, pero sin darme tiempo a ubicarme, pasé a estar dentro de una estructura redonda que circulaba dentro de otro ser, y que nos utilizaba a los átomos de hierro para transportar parejas de oxígenos a su interior y sacar al exterior tríos formados por dos átomos de oxígeno y uno de carbono. ¡Increíble! Pero esto duró muy poco. De repente, toda esta actividad cesó. No sé por qué, pero todo el movimiento que había dentro de esa criatura se detuvo. En poco tiempo, se desintegró todo su cuerpo excepto sus partes más duras, que acabaron en el fondo del mar, y yo, libre otra vez, pude volver a formar parte de una molécula de hematita disuelta en agua de mar.

Trozo de caliza con restos de animales marinos

Durante ese tiempo, navegando sin rumbo, me di cuenta de que, con el tiempo, los restos de esos seres se iban acumulando en el fondo del mar, endureciéndose y formando unas rocas llamadas calizas. De vez en cuando, unas fuertes sacudidas rompían esas rocas y las movían, llegando incluso, a sacarlas fuera del mar. Se producían grietas entre las que se colaba el agua, y, con ellas, las sales de hierro como yo. La roca caliza está formada por carbonato cálcico (CaCO3), y yo no sé qué pasó, pero en cuanto nos chocamos con una molécula de esas, de repente, acabamos todos los átomos intercambiados, y yo me encontré pegado a un carbonato, formando parte del mineral conocido como siderita (FeCO3).

Así pasé una temporada de descanso, hasta que hace aproximadamente 50 millones de años, otras sacudidas pusieron todas estas rocas patas arriba y yo me encontré, de repente, a más de 400 metros sobre el nivel del mar y, de nuevo, a la intemperie. Y claro, estando expuesto de nuevo a los gases del aire y al agua, sabía que mi situación no iba a tardar en cambiar rápidamente. Poco a poco la siderita se fue descomponiendo, los carbonatos se separaron de los átomos de hierro, y nosotros volvimos a unirnos con quien pudimos, formando diferentes sales de hierro. En mi caso, volví a formar otra molécula de hematita. Eso sí, todos estos minerales de hierro acabamos agrupados formando filones cerca de la superficie.

Estando en esa situación, hace unos 2.000 años, unos seres humanos empezaron a romper estos filones y a llevarse grandes trozos de mineral. No fue mi caso, ya que el acceso a donde yo me encontraba era bastante dificultoso. En ese momento no lo sabía, pero luego me enteré de que del mineral extraían el hierro para hacer herramientas, ya que le podían dar la forma que querían y, además, era muy resistente. En aquel sitio, a algunas herramientas de hierro les llamaban “burnia”; a mí me gustó como sonaba la palabra, y decidí adaptarla para usarla como nombre.

Desde entonces, los humanos siguieron extrayendo mineral de hierro de esa zona, pero a mí no me sacaron del filón hasta hace unos 100 años. Y la verdad es que fueron bastante brutos. Vi como hicieron unos agujeros con una barra metálica en el filón, luego metieron unos cartuchos, y una explosión tremenda hizo añicos una buena parte del filón.

Lo que vino después se resume rápido: me fundieron, me juntaron con otros átomos de hierro y luego nos mezclaron con carbono; así formé parte de un barco que recorrió el mundo hasta hace unos 50 años.

Entonces el barco fue desguazado y me hicieron formar parte de una de las piezas de la sonda Voyager I. ¡Lo que es la vida! Resulta que, después de 4.500 millones de años, ahora estoy haciendo el camino de vuelta. Por cierto, ¡cómo ha cambiado el Sistema Solar! Ahora todos los planetas y sus satélites orbitan de forma ordenada alrededor del Sol. Lanzamiento de la Voyager 1.

De NASA – http://nix.nasa.gov/info?id=MSFC-9141932http://mix.msfc.nasa.gov/ABSTRACTS/MSFC-9141932.html, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=715198

De NASA – NASA website, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=167703

Esto es todo de momento, y, como os había avisado, no es poco. Ya estoy fuera de vuestro vecindario, hablando en términos espaciales, y me cuesta distinguir el Sol entre las demás estrellas. No sé si lo que me voy a encontrar es algo que ya he experimentado antes o me dirijo a vivir nuevas aventuras. Ya os contaré. Un abrazo y ¡hasta la vista!

Un punto azul pálido (Pale Blue Dot). Puede observarse la Tierra como un punto de luz situado en la parte central de la imagen. La fotografía fue tomada por el Voyager 1 en febrero de 1990 a una distancia de seis mil millones de kilómetros de la Tierra.

De NASA – NASA, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=245432

Bibliografía

https://en.wikipedia.org/wiki/Iron

http://astronomia.net/cosmologia/stellar_a.htm

https://es.wikipedia.org/wiki/Supergigante_roja

«Minería del hierro en los montes de Triano y Galdames» (1984), Instituto de Estudios Territoriales de Bizkaia – Diputación Foral de Bizkaia.